César Acuña o la fantasía como mercancía
César Acuña representa la alianza del cinismo y el simulacro. Un exitoso vendedor de ilusiones educativas y sociales, que ya merece las palmas magisteriales de la antipolítica. Él sabe que usa una máscara para engañar a sus alumnos y electores, pero quiere hacernos creer que es un apóstol del servicio público. ¿Este provinciano emprendedor encarnará la sorpresa anhelada en las elecciones del 2016? ¿Qué desea un fervoroso Creso moderno del pastor evangélico Humberto Lay? ¿Por qué un doctor en educación por la Universidad Complutense no puede articular dos ideas consecutivas?
Acuña es el fruto ilegítimo del fujimorismo y del avance incontenible del mundo chicha peruano. Todos conocemos la fórmula: obtener votos mediante promesas populistas o dádivas, formar redes de clientelaje entre los más pobres, lucir el vacío de los lugares comunes como ideología, dirigir el partido político mediante el clan familiar, infiltrar el poder judicial y un largo etcétera.
Desde una dimensión cultural, la trayectoria de Acuña es consecuente con lo peor del mundo chicha: la trasgresión y la informalidad (obtuvo su título de ingeniero químico sin concluir los cursos); el éxito económico a cualquier precio (postular significa ingresar en sus universidades); machismo (su esposa lo acusó de golpes y escupitajos contra ella); y melodrama (su narración autobiográfica busca conmover a los incautos). No puedo dejar de mencionar el himno de la Universidad César Vallejo y el tallado de su rostro en el sillón de la presidencia regional, soberbios homenajes al kitsch y a la huachafería.
Acuña ha construido su imperio comercial educativo empleando nombres prestigiosos que no le pertenecen: César Vallejo, El Señor de Sipán, Universidad Autónoma, Harvard College. La apropiación impune de aquello que ya posee valor por la poesía, la historia o la verdadera educación ha sido una norma ética invariable en su trayectoria. A pasos de gigante, él ha convertido, una y otra vez, el capital simbólico ajeno en bien privado al servicio de sus intereses.
En la política ha actuado de la misma manera, revelando una coherencia asombrosa entre sus negocios y su actuación pública. Alianza para el Progreso, nombre de la política exterior para América Latina que implementó el gobierno de Kennedy en la década de 1960, constituye la novedosa nominación oficial de su partido. ¿Para qué crear nuevos nombres si se puede utilizar los que ya existen sin pagar nada?
Efectivamente, en estos tiempos, el interés privado y el bien público son solo dos caras de la misma moneda, que solo los caídos del palto pretenden distinguir. En esa línea constante de conducta, su alianza electoral con Humberto Lay se revela como una raya más: el lobo quiere lucir la piel virtuosa del pastor. El personaje acusado de inducción al voto, entre otros delitos, se asocia con el incorruptible, con el supuesto hombre que encarna la honestidad humana y la voluntad de Dios. En esta triste historia, el lobo no se comió a las ovejas, sino al pastor.
Si nos atenemos a los grados académicos obtenidos, César Acuña es el más calificado académicamente de todos los candidatos. Posee dos maestrías (Universidad de Lima y Universidad de Los Andes, Colombia) y un doctorado en educación (Universidad Complutense, España). Sin embargo, sus tres tesis han versado sobre aspectos administrativo-académicos de su propia universidad: el sistema de pensiones, los planes de estudio y las correlaciones entre las competencias académicas del docente y el rendimiento académico del alumno. Ninguna de ellas ha sido publicada y solo se puede leer un insulso artículo en una revista de su propia universidad, presentado como resumen de su tesis doctoral.
A pesar de estos títulos académicos internacionales, sus oceánicas dificultades de expresión verbal, su incapacidad de formular ideas con precisión y su declaración pública de que casi nunca lee y que nunca escribe crean la sospecha de que algo se pudre en esas tesis.
El fenómeno Acuña es un síntoma de nuestros tiempos: la victoria cínica del mercado y el gusto por el simulacro. Un candidato muy peligroso porque simultáneamente exhibe la obscenidad de la realidad y la fantasía de su propio cuento.